lunes, 21 de febrero de 2011

Una taza de café

Se lo dije.
Fue lindo, liberador y pleno. La sensación duró un segundo. Después vino la expectativa, la más frágil que construí en un largo camino. Y entonces me invadió una ansiedad ciega, que me pegaba, me acercaba tanto para no ver, no estar, detener el tiempo, retener lo que no estaba pasando. Se me ocurrió darle un efímero plazo que sentí como una eternidad abismal, forzada, enajenada. No quería ser yo ni estar ahí, donde me había sumergido a mi propio riesgo. Convencida con falsa valentía, aterrada y con seguridad escarlata. La sangre me temblaba por todo el cuerpo. Se me veía el alma, con mis ropas pero desnuda, con una taza de café en mi mano. Y entonces la distancia se hizo presente. A milímetros, a kilómetros.Unos labios que se dibujaron de puro reflejo, los que el gesto inventa como sonrisas. Ese instante en el que llorar o reír da igual. Unas palabras de otra boca, casi no las recuerdo, no se parecían en absoluto a los que mis oídos rogaban escuchar. Silencios, condescendencia. La existencia fulminada. Ya nada tenía relevancia, ni la mera acción de respirar. La taza estaba vacía, de café y de todo. Estalló en mil pedazos, en mi mente, con mil ganas.
Se lo dije. Pero él no.